Una celebración que debe redoblar el compromiso de fortalecer la democracia

Los veinticinco años ininterrumpidos de democracia que se cumplen hoy constituyen un especial motivo de celebración para nuestro país. Que este lapso implique un récord en materia de continuidad institucional para la Argentina, refleja la lamentable frecuencia con que las dictaduras han irrumpido en nuestra historia, con sus devastadoras consecuencias y los graves retrocesos que han significado, y explica la alta trascendencia de este aniversario. Pero es ésta una oportunidad, también, para repasar el trabajo que nos falta por hacer para consolidar la plena y profunda vigencia del sistema democrático y republicano de modo que sus postulados esenciales se vean plasmados en la realidad cotidiana del país y de sus habitantes.

Aquella historia de interrupciones de la vida democrática que los argentinos dejamos atrás el 10 de diciembre de 1983 le otorga especial significado, en efecto, a este aniversario y lo convierte en un auténtico e invalorable logro, en una demostración de que la sociedad ya no está dispuesta a tolerar aventuras dictatoriales.

La sociedad argentina aprendió, aunque al costo de tanto dolor, que cualquier desvío resulta más peligroso que el camino recto de la estabilidad institucional, y estos veinticinco años son fruto de ese aprendizaje. Pero el sendero a recorrer todavía es largo y arduo. La democracia es mucho más que el ejercicio periódico del voto popular y la alternancia de los gobiernos elegidos por ese mecanismo. El sufragio es un factor esencial, es el principio mismo del sistema democrático. Pero sólo si este sistema es profundizado y si se consolidan profunda y auténticamente las instituciones de la República se cosecharán los frutos del sistema de vida que hemos elegido.

Y es en ese plano donde el país aún está en deuda. La independencia absoluta del Poder Judicial, tanto en la jurisdicción federal como en las provinciales; la calidad de las instituciones, para que funcionen con transparencia y eficacia; y la puesta de los organismos públicos, en todos los niveles, al servicio de ir saldando las grandes deudas sociales -la salud, la educación, el empleo, la eliminación de la pobreza, son algunos de sus capítulos troncales- que todavía aquejan duramente a la Argentina, son objetivos inalienables de la democracia. Y no siempre han sido considerados prioritarios en estos veinticinco años o, por lo menos, no se lograron resultados satisfactorios. Durante algunas etapas se ha avanzado en el perfeccionamiento de algunas de esas premisas, y en otros momentos se consiguieron mejorías en otras; pero también hubo retrocesos y el saldo final, en esta jornada de celebración, habla de asignaturas pendientes.

No sería justo no remarcar que un cuarto de siglo no es tiempo suficiente para que un sistema democrático eche raíces profundas y alcance el vigor necesario para convertir en concreciones todas sus premisas. La argentina es una democracia joven y es comprensible, en términos históricos, que el mantenimiento de la estabilidad institucional, contra viento y marea, se haya consumido los mayores y mejores esfuerzos de la etapa inaugurada el 10 de diciembre de 1983, a la que no le faltaron, por cierto, zozobras en ese sentido. Pero también sería harto peligroso que el país -sustancialmente su clase dirigente- se conformara con este logro y no se asumiera que es hora de no reiterar errores y de avanzar hacia las soluciones de fondo que la República requiere, por la única vía posible: el fortalecimiento de las instituciones en un marco de solidez democrática.