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Información General |EXCLUSIVO: LA ÚLTIMA ENTREVISTA A PIPPO

"Yo no la maté... pero no me importa lo que piensen"

Pocos días antes de morir, Federico Pippo habló para EL DIA después de años de silencio. Estuvo en Melchor Romero y ahora vivía encerrado en su casa de City Bell. Jamás abría las ventanas y sólo salía a comprar cigarros. Acusado en su momento de matar a su ex mujer, quien fuera un elegante profesor de literatura estaba enfermo y pasaba sus últimos días como un ermitañoPor FACUNDO BAÑEZ

"Yo no la maté... pero no me importa lo que piensen"

Miércoles 29 de abril de 2009. Son las 11,15 y Federico Pippo habla con un periodista de EL DIA mientras juntos recorren la calle Cantilo, en City Bell. Fue el último testimonio que brindó para un medio

7 de Junio de 2009 | 00:00
Había una hora de la mañana en la que quienes viven y trabajan en esa zona de la calle Cantilo, cerca del camino Belgrano, sabían que lo iban a ver. Entre las nueve y las diez. Nunca después del mediodía. Atravesaba la reja oxidada del frente y caminaba a paso lento hasta el quiosco que está sobre el camino. Era una cuadra que parecía interminable y que hacía siempre con la vista en alto, mirando al frente. Compraba cigarrillos sueltos, solía pedir fuego para encender el primero del día y pagaba con las monedas justas. Hablaba poco, casi nada. Algunos lo conocían y se acercaban a saludarlo. La mayoría lo ignoraba. El respondía con una sonrisa o con la misma indiferencia. Regresaba a su casa con la cabeza erguida y ahí se quedaba hasta la mañana siguiente, sin abrir jamás la ventana de la calle y esperando repetir la rutina matinal que ya en el barrio le conocían de memoria. Todos los días igual. A la misma hora y por la misma razón. Y a nadie, nunca, le soltó más de dos o tres palabras fuera de ese chalecito venido abajo donde vivía sin hablar y casi sin comer con dos de sus cuatro hijos.

-No soy un actor para que se interesen por mi historia -dijo pocos días antes de morir.

Era una mañana de fines de abril y volvía de comprar cigarrillos. La idea de una entrevista lo molestó. Parecía ofendido. Pero escuchó el nombre de ella y ocurrió: se frenó de golpe, abrió grande los ojos como en aquellas lejanas fotos y se despachó con toda la irónica y amarga resignación de que fue capaz:

-Se habló demasiado ya. Todo porque era una Briant, por supuesto. Te aseguro que si hubiese sido una Pérez no se hablaba nada.

Veinticinco años después, en una fría mañana de 2009, la voz de Federico Pippo todavía guardaba ese tono estentóreo de sus años como profesor. De aquel porte elegante y sobrio que lo caracterizaba ante sus alumnos, en las aulas de la universidad local, o de aquella solemnidad que solía mostrar frente a las cámaras de televisión y en las fotos de diarios y revistas, cuando el país entero se conmovía por su historia y especulaba con posibles culpables, quedaba tan sólo esa mirada de ojos socavados y saltones que aún en sus últimos días, pese a todo, seguían mirando fijo. Tal vez cierto aire zumbón, casi pedante, pero todo rastro de lejana soberbia se desvanecía cuando uno lo miraba y recordaba la imagen de aquel hombre inmaculado que solían captar los encuadres. Aquel Pippo en blanco y negro era una sombra que ya no estaba. El Pippo final, con 68 años y una delgadez aterradora, era un tipo sin vida al que muchos en City Bell describían de una sola manera: como un cadáver que camina.

Clic para ampliarNo me interesa -dijo él esa mañana-. Nunca me interesó lo que opine la gente. En el barrio me respetan. Pero yo no me fijo. Nada de lo que digan los demás me interesa.

Era su hora del día y acababa de comprar tres cigarrillos. Venía fumando uno, y al hacerlo dejaba ver unos dientes desparejos y amarillos que parecían temblar. Tenía la barba crecida. El cinto del pantalón le ajustaba todo lo que podía pero igual le quedaba flojo, arrugado sobre una cintura diminuta, y una remera gastada dejaba entrever un cuerpo de huesos cadavéricos que traspasaban la piel. No le interesaba recordar el caso ni hablar de lo que ocurrió aquel lejano julio de 1984, cuando su ex mujer Aurelia Briant apareció muerta y él, junto a su hermano Esteban, su primo Néstor Romano y su madre Angélica Romano de Pippo, fue acusado de matarla con más de treinta cuchilladas y un tiro en la cabeza.

-Cuando murió hacía tiempo que ya no la amaba -soltó después de un silencio largo, mientras caminaba-. Yo ya estaba separado y haciendo mi vida. Ni siquiera pude ver el cadáver. No niego que Oriel haya sido importante, por supuesto. Pero no fue la única. ¿Vos sabés todos los amores que tuve...?

Lo dijo con una sonrisa. O con lo que pareció ser una sonrisa. Terminó el cigarro y se detuvo frente a su casa. Amagó con entrar pero se quedó. Jugó con llave en la mano y miró a un lado y otro: apenas unos vecinos que hacían las compras y el tránsito lejano del camino.

-Yo no la maté -dijo de pronto, con los ojos más abiertos que nunca-. Pero te repito que no me importa lo que piensen los demás. Nunca me importó. ¿Querés saber qué me importa?

Guardó la llave en una bolsita donde llevaba los cigarros y sonrió como si de pronto algo lejano le causara gracia. Entonces empezó a hablar.

***

Ella era elegante y culta. Un poco frívola según algunos. Se llamaba Aurelia pero le gustaba que le dijeran Oriel. Ya era de familia: a su hermana le pusieron Dionisia pero siempre se hizo llamar Denise. Ni a su padre Frank Briant, que para ese entonces vivía en Uruguay, ni a su madre Millicent, que vivía con ella pero estaba en Inglaterra cuando se produjo el asesinato, les causó mucha gracia el matrimonio de su hija menor con aquel profesor de literatura española que pertenecía a las fuerzas policiales. No lo querían ni a él ni a su familia, pero a los Pippo nunca les importó la indiferencia de esa estirpe de origen anglosajón y hasta, por decisión de Angelica Romano, la madre de Pippo, vendieron una casita de Lobos para ayudar a Federico a casarse con la bella y distinguida profesora de inglés.

Es que a ella tampoco le importaba lo que pensaran sus padres. Federico la sedujo desde un primer momento y no dudó ni un segundo cuando le propuso casamiento. Cuentan sus amigas que lo que más admiraba Oriel era el bagaje cultural de ese hombre alto y de facciones duras. Pippo solía citar a Dino Buzzatti, Calderón de la Barca, Shakespeare y Cervantes, pero el día que salió de prisión después de 367 días de encierro junto a su madre, su hermano y su primo, en la tarde del 18 de septiembre de 1985, al primer escritor que evocó fue a Franz Kafka. "Me siento como el Señor K, el protagonista de 'El Proceso'", había dicho en una improvisada conferencia de prensa.

-En realidad a mí Kafka nunca me gustó -se corrigió ahora, casi 24 años después-. Siempre preferí la literatura medieval. Eso es lo único que leo, lo único que me interesa.

Mucho tiempo después, parado frente a la reja oxidada de su casa, de lo único que Federico Antonio Pippo tenía ganas de hablar era de literatura.

-A Oriel le gustaba como escribía -contó-, pero ella igual mucho no entendía. Decía que sabía, pero no. Ahora mismo sigo escribiendo. No siempre, por ahí de noche. A veces me gusta refrescar algunos conceptos. Pensé escribir mis memorias, todo lo que pasó, pero eso fue hace un tiempo. Ahora ya no. La memoria es algo que tampoco me interesa.

¿Había algo que le interesara al Pippo de los últimos días? Muy poco. Casi nada. Comía cada tanto lo que le compraban alguno de sus hijos y dormía días enteros. Sólo la literatura le devolvía algo de brillo a ese rostro moribundo donde, por vano que fuese, cualquier gesto parecía desencajar.

-Pero no me gusta que me llamen erudito -confesó-. La palabra erudito nunca me gustó. El erudito repite. Yo, en cambio, no repito jamás.

***
Clic para ampliarClic para ampliarClic para ampliarFederico Antonio Pippo era un muerto en vida. Con su hermano Esteban, que todavía vive en Lobos, no se hablaba desde hacía años. Casi igual a lo que le pasaba con sus hijos: con Christopher y Julián compartían el techo pero la convivencia no existía. La relación entre ellos siempre había sido difícil, tanto que en los años noventa Federico llegó a denunciar ante la Policía que su hijo Julián Lautaro lo maltrataba y le pegaba. Durante estos últimos años sólo se cruzaban a la madrugada, cuando Pippo se levantaba y alguno de ellos volvía a casa para dormir. A Tomás, un economista y profesor de la UNLP, hacía tiempo que le tenía el rastro perdido. Y a Martina, la
más grande de los cuatro, le perdió el contacto cotidiano cuando ella se fue a vivir con su tía Denise a una casa de Campana, donde por estos días trabaja de odontóloga.
Esa mañana de abril en la que habló brevemente para un medio por última vez, sin embargo, Federico Pippo tuvo tiempo para pensar algo sobre ellos: -Mis hijos creen que están bien - dijo-, pero se equivocan. Ninguno de ellos puede estar bien. Ellos piensan que sí pero yo te digo que no.
¿Por qué? Pippo prefirió contestar con otra sonrisa. Un silencio. Se encogió de hombros y siguió con lo suyo:
-No se qué es lo que dice la gente pero yo con ellos me llevo bien. A veces, cuando estamos todos juntos. Pasa que hace mucho que no estamos todos juntos...
Suspendió la sonrisa y por un segundo pareció mirar hacia otra época. De aquel hombre que reclamaba la reincorporación a la Policía,
hace ya casi diez años, no quedaba nada. Tampoco del otro que salió de Melchor Romero. Lo habían internado en 2001 pero estuvo adentro muy poco. Volvió ese mismo año a su casa de la calle Cantilo y ahí se quedó para siempre. Vivía con la pensión de su madre pero no gastaba dinero en nada. Dormía. Fumaba. Y a veces escribía. Esa mañana, mientras sacaba la llave de una bolsita, se dejó tomar unas fotos pero no quiso recordar ni pensar nada más.
-Disculpe que no lo haga pasar - dijo al cerrar la reja del frente-, pero ya no me interesa seguir hablando. Fue lo último que dijo. Y se volvió a encerrar.

Fotos: GONZALO MAINOLDI Y ARCHIVO DE “EL DIA”

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