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La fábrica abandonada donde viven más de 160 familias

La histórica Textil es ahora un barrio que tiene comedores comunitarios y hasta un curandero que recibe 500 visitas por díaPor FACUNDO BAÑEZ

La fábrica abandonada donde viven más de 160 familias

La fábrica abandonada donde viven más de 160 familias

25 de Abril de 2010 | 00:00
A principios de los 80, casi quince años después de que sus galpones y maquinarias dejaran de funcionar, la vieja fábrica textil de Gorina era una mole de hormigón que se alzaba en medio de un descampado que comenzaba en 138 y 481 y se perdía en calles de tierra sin nombre ni número. Sus instalaciones, despobladas y gigantes, eran fuente de todo tipo de historias. Muchos decían que por las noches aún se sentían los motores de las enconadoras de hilo como si nunca hubiesen parado, y había quienes aseguraban que en las madrugadas solitarias se podían oír los gritos de los obreros muertos que había dejado la desmenuzadora de algodón. Todos en Gorina tenían una historia sobre la fábrica abandonada. Los chicos del barrio solían visitarla a escondidas y los más grandes alertaban sobre los peligros de recorrer un edificio desolado y misterioso cuyas paredes parecían siempre a punto de caer. Hoy, 42 años después de que la histórica fábrica Andes Textiles e Hilados cerrara para siempre, el lugar es un barrio donde viven más de 160 familias. En lo que eran los galpones de producción se levantaron casillas y hasta almacenes, y en las usinas que antes generaban energía funcionan ahora comedores infantiles que reciben a cientos de chicos y madres todos los días.

Clic para ampliar"Parece mentira cómo cambió todo", dice Lucho Gieser, vecino de Gorina y referente por excelencia de toda esa zona. Lucho ya pasó los sesenta y no sólo nació y llegó a vivir en la fábrica cuando aún había producción, sino que, fiel al legado paterno, fue uno de sus obreros hasta el último día de actividad.

Era usinista y trabajaba doce horas por día. Su padre lo había hecho antes que él y todavía recuerda el sector donde se crió. "Ahí, justo donde eran las oficinas", dice, pero señala algo que lejos está de parecerse a su recuerdo: es un corredor donde las viejas paredes de la textil ya casi no se ven y lo que predominan son decenas de casillas con paredes de chapa ondulante y oxidada.

"Antes había funcionado un laboratorio muy importante -cuenta Lucho-, que era propiedad de Guzmán Sansona y José Ferrari. Donde ahora están las casillas se juntaba a la yeguada y se les retenía la orina. Esa orina, todavía me acuerdo, se exportaba a Estados Unidos para producir medicamentos".

HABIA UNA VEZ

Clic para ampliarCorría el año 1923 cuando se decidió la construcción de un ferrocarril provincial que uniera La Plata con Avellaneda. Una de las estaciones por las que pasaría el tren eran las tierras que pertenecían a Joaquín Gorina, quien las cedió a los responsables del emprendimiento con la condición de que la obra llevara su nombre. El 2 de junio comenzó a funcionar la estación y años más tarde, cuando Gorina ya era un páramo habitado por unas pocas familias, se eligió unos terrenos llamados haras "El Argentino" para construir los enormes galpones de un laboratorio industrial. Se lo llamó Estrona y funcionó hasta 1940. Luego las instalaciones fueron alquiladas por la fábrica Armour y más tarde, en la década del 50, albergaron a la fábrica textil.

"Era la tejeduría -recuerda Lucho-. Todos los que vivíamos en Gorina trabajábamos en la tejeduría. Muchos de los vecinos más viejos nos criamos en estos galpones. Había un movimiento increíble. Cientos de obreros. Pero eso fue hasta el año 68, cuando cerró. A partir de ahí quedaron sólo dos familias y después todo se vino abajo. Hubo saqueos y no quedó nada. Recién a mediados de los 80 se volvió a poblar, pero muy de a poco. En los 90 se fue haciendo el barrio y comenzaron a abrirse los comedores infantiles. De la fábrica sólo quedaron los galpones y las viejas usinas".

En una de esas usinas funciona desde hace un mes un comedor atendido por Leonor y Norma Luna, dos hermanas que viven en la fábrica desde hace quince años y que, por su cuenta y sin la ayuda de nadie, decidieron darle de comer a los chicos del lugar. "Vienen casi cincuenta por día", cuenta Clic para ampliarNorma. Es curioso y casi una metáfora de la crisis lo que pasa en ese cuartito de vieja fabrica devenido en comedor: allí Norma alimenta a los nietos de los que alguna vez fueron los obreros de la textil. "Parece mentira pero es así -dice ella, sonriente y campechana-. Los abuelos de estos nenitos tuvieron más suerte: acá había trabajo y nadie necesitaba que le dieran comida. Ahora la historia es otra. Tuvimos que abrir el comedor porque los chicos tienen hambre".

Cerca de esa usina, o de ese comedor surgido de sus cenizas, vive Miguel Luna desde hace siete años y habla de la fábrica como lo que es: un barrio con problemas. "El mayor drama son las calles -explica-. Están poceadas y cuando llueve se hace un barrial. Acá adentro los remises no quieren entrar y Clic para ampliartampoco las ambulancias porque se hacen pelota. Yo me críe en Gorina y me acuerdo de los cuentos que había sobre la fábrica abandonada. Pero ahora hay que entender que esto es otra cosa. Es un barrio. Y tenemos necesidades como cualquier otro barrio humilde".

MANUEL, EL CURANDERO

Cerca de lo que alguna vez supo ser el acceso principal a la fábrica, todavía perduran las dependencias que usaban los obreros en los años sesenta. En ese lugar, a unos metros de una improvisada canchita de tierra, vive el personaje más famoso de la fábrica abandonada: Manuel, el curandero de Gorina. Por su casa llegan a pasar casi 500 personas por día, y sus trabajos son tan conocidos en la región que, según cuentan, atraen hasta la atención de famosos futbolistas del medio local y nacional.

Clic para ampliarLejos de buscar publicidad, pidiendo no ser fotografiado y en un tono sereno, Manuel cuenta que lo suyo en realidad es difícil de explicar. "Es un don que tengo de chiquito -dice-. Ya viene de familia. Mi abuela tenía el mismo don. ¿Si cobro por los trabajos? No, la plata no me interesa. Hago sanaciones porque me sale del alma. Aunque por supuesto que no todo tiene cura. Hay cosas que son irreversibles. Y cuando las veo lo digo. No me gusta crear falsas ilusiones en la gente. Por fiero que sea lo que uno ve, hay que decirlo. Con eso no doy vueltas. Al pan pan, y al vino vino".

Las historias que rodean a la figura de Manuel son infinitas, casi tantas como las que alguna vez, hace ya varios años, supieron contribuir a la mitología fantasmal de la vieja fábrica. Se dice que un futbolista famoso le regaló una camioneta en agradecimiento a una lesión curada. Se cuenta también que acompañó a varios planteles de fútbol y que presenció charlas técnicas adentro de vestuarios. Manuel cuenta esas vivencias pero prefiere no hacerlas públicas. "No me gusta la publicidad -se excusa-. Fijate que hace poco me ocurrió una tragedia y no llamé a ningún medio para que viniera".

Es cierto: hace apenas diez días Manuel tuvo que afrontar uno de los momentos más difíciles de su vida: la muerte de Juan Ramón, su hermano. Vivía Clic para ampliarcon él y las paredes desgastadas de la fábrica le quitaron la vida. "Se le vino abajo esa pared -dice, y señala una montaña de escombros de lo que alguna vez supo ser una dependencia administrativa del viejo laboratorio-. Cuando lo vi ya estaba destrozado. Tenía todos los pulmones pinchados y supe que no había nada que hacer. Es así. Es la vida. Ahora le estoy haciendo un santuario acá mismo, junto a mi casa. Hace veinte años que vivo en la fábrica y es el lugar donde quiero seguir estando".

EN LOS GALPONES

Al cruzar lo que era la antigua entrada de la fábrica, pasando el viejo complejo de oficinas que conserva intacto su techo de teja francesa, aparecen como gigantescos fantasmas de hormigón los galpones donde funcionaban las máquinas que desmenuzaban el algodón. Hoy ese lugar es un laberinto de sombras donde la luz del día apenas se filtra. Y donde alguna vez supieron estar las maquinarias, se levantan casillas de chapa y madera que se dividen entre sí por un alambrado recubierto de lonas. Cada casilla tiene su espacio propio. Hay colchones a la vista de todos, perros que van de aquí para allá y muebles que se comparten. Por momentos parece un refugio de trincheras, oscuro y húmedo. Es un barrio cerrado, pero pobre.

"Acá estoy bien, lo único que me falta es una cocinita". Quien lo dice es Rosa, que vive con su marido en la fábrica desde hace veinte años. Rosa tiene sonrisa fácil pero mirada dura. Le gusta posar para las fotos y dice que la vida en la fábrica es tranquila. "Una ya está acostumbrada -cuenta-. Esta es mi casa. Estos galpones son mi barrio".

Clic para ampliarMientras ella habla, Lucho recorre los antiguos talleres y parece que se estuviera viendo cuando era obrero. La memoria le dicta los recuerdos con precisión: "Acá se enconaba el hilo", apunta, y otra vez lo que señala parece no coincidir con el pasado: es un galpón ennegrecido por la humedad donde lo único que hay son baratijas: televisores rotos, changuitos vacíos y sin rueditas, neumáticos quemados, latas, cartones.

"Las enconadoras funcionaban justo en este lugar", sigue él, como si en realidad fuera una memoria la que estuviese viéndolo todo. Se queda un instante callado y parece pensar algo. Suspira profundo y entonces lo vuelve a largar con pena y resignación: "Parece mentira cómo cambió todo". Tiene razón. En Gorina ya nadie habla de historias fantasmagóricas sobre la fábrica abandonada. Dejaron de existir los cuentos de aparecidos o de gritos lejanos que salían de esos galpones en medio de la noche. Ahora las historias son otras. Familias enteras que viven como pueden y vecinos que abren comedores en viejas usinas para matar el hambre. Son historias simples y reales. Se pueden ver. Tal vez por eso, dicen, asusten un poco más.

Fotos: Gonzalo Mainoldi

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