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Revista Domingo |LITERARIAS

Negri

Por José Luis de Diego dediego_jl@yahoo.com.ar

16 de Mayo de 2010 | 00:00
Estaba terminando la larga noche de la dictadura y conocí a Negri. También a una tromba de actividad y simpatía que se llamaba Ana María Lorenzo. Y a otra señora, Doris Herrero, que escondía su larga generosidad tras una máscara de distancia aristocrática. Y a José María Ferrero, que un día me mostró, con su vozarrón de locutor, su estupenda biblioteca en un caserón de la calle 49. A Atilio Gamerro lo conocía de antes, porque había sido profesor mío de Griego; un docente brillante, lúcido e irónico, que ocultaba su vasta cultura mediante un cotidiano ejercicio de la sencillez y la modestia. A todos ellos les debo haber ingresado como docente auxiliar en Humanidades y en la entonces Escuela Superior de Periodismo. En años de la recuperación democrática sobrevolaba la sensación de que todo estaba por hacerse y a mí, con veintipico de años, confieso que me incomodaba un poco cierta parsimonia en las maneras, cierto conservadurismo en las ideas de aquel grupo de amigos.

Un día -ya confundo las fechas- me llamaron por teléfono, me dijeron que Negri había tenido un infarto y que quería hablar conmigo. Fui al Hospital Italiano y esperé en la antesala de terapia intensiva. Según me advirtieron, el médico le había prohibido ocuparse del trabajo, pero Negri insistió tanto que evaluaron que sería peor si no le permitían hacerlo, de modo que le dijeron: "Está bien, pero una sola visita y breve". No sé por qué me eligió a mí, pero creo que en ese momento era el único que trabajaba en las dos cátedras, en Humanidades y en Periodismo; o sea, conmigo mataba dos pájaros de un tiro. Negri, demacrado y con una barba incipiente, rodeado de esos tubos infames que pueblan esas salas, comenzó a darme indicaciones con un gemido ronco; yo anotaba todo en un cuaderno. Si osaba decirle: "Negri, no se preocupe, todo está bien-", me contestaba: "Anote, de Diego". Nunca volví a ver tanta obstinada responsabilidad, tal irrenunciable vocación.

Habrán sido un par de años después, hacia el 85 o el 86. Estaba en mi casa, un domingo a la mañana, con mis hijos chicos corriendo por ahí y me asomé a ver quién tocaba el timbre. Para mi sorpresa, era Negri. Habían llamado a concurso su cargo en Humanidades y vino hasta mi casa para explicarme por qué no se iba a presentar. "Yo soy sólo un profesor, de Diego, nunca hice carrera académica, ni investigué según los protocolos que piden ahora; a mí lo que más me gusta es dar clases". No sólo estaba ante un ejemplo de humildad en un ámbito en el que pululan las vanidades áureas y la pedante soberbia de los supuestos elegidos. Estaba ante un signo vivo de los cambios que se venían. Negri los advirtió, de un modo clarividente, y no quiso pelear esa pelea. A aquella generación de maestros los movía una pasión por los libros y una vocación por las aulas. No los idealizo; en esa tarea podían ser mejores o peores, buenos o malos, pero ese era el norte que los guiaba. Después de ellos, llegaron los congresos y los "papers", la voraz carrera académica, la competencia por hacer currículum, la efímera gloria de quien sabe todo de una islita del conocimiento y no sabe nada de la gran cultura que nos constituye.

Ahora nos enteramos de que Negri se murió. Lo veía muy de vez en cuando. No era su amigo; ni siquiera me animaba a decirle Chicho, como sus amigos. Para mí, su muerte es el emblema del fin de una generación de maestros que, más que transmitir un conocimiento, contagiaban una pasión.

(*) El autor se refiere en esta nota al ilustre profesor de Letras Eithel Orbit Negri, fallecido el pasado 21 de abril.

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