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Por Martin Tetaz* Twitter @martintetaz
El salón de actos de la escuela está abarrotado y alborotado. Los adolescentes corren inconscientemente entre los cables de sonido, a veces se golpean y en otras oportunidades sólo se gritan, pero invariablemente terminan riéndose; es evidente que disfrutan sabiendo que son totalmente impunes porque los docentes hace tiempo que han perdido su otrora amenazante autoridad.
Podría tratarse de cualquier escuela del conurbano bonaerense, pero estamos hablando de un colegio secundario de Pittsburg, Estados Unidos, a principios de la década del ’90.
El psicólogo y psiquiatra William Glasser fue invitado a disertar sobre “Teorías de la Elección”, su especialidad académica. Antes de comenzar su presentación y cuando la calma logró apoderarse de la audiencia, lanzó a los alumnos una simple pregunta; ¿Qué porcentaje de sus compañeros creen que realmente se esfuerza en el aula?
Entre risas vergonzosas y silencio expectante algunos jóvenes comenzaron a arriesgar respuestas. Hablaron cerca de seis alumnos y no hubo necesidad de seguir indagando porque la coincidencia era casi absoluta y el resto de las cabezas asentían en claro gesto de aprobación cuando uno tras otro los estudiantes indicaban que sólo entre un 20 y un 50% de sus compañeros realmente se esforzaba en clase.
Glasser quiso saber luego si los que se esforzaban eran los más capaces pero la negativa fue rotunda; los estudiantes más preparados habían perdido hacía tiempo el interés y hoy engrosaban las filas de los apáticos.
OTRO PLANTEO
El profesor dobló entonces la apuesta y preguntó ¿Ustedes hacen trabajos de calidad en la escuela? El silencio invadió el salón por unos 20 segundos hasta que un alumno que gozaba de excelente reputación se paró y dijo: “He estado en este colegio desde preescolar y he sido un estudiante bueno; casi todas mis calificaciones han sido A, pocas B y ninguna C. Mis padres y maestros han quedado siempre muy satisfechos; pero quiero decirles esto: nunca en una clase he hecho todo lo que puedo hacer”.
El relato viene a cuento del debate que se generó la semana pasada, después de que el ministro de Educación de la Nación, Alberto Sileoni, informara que por decisión unánime de los 24 ministros provinciales reunidos en el Consejo Federal de Educación, los primeros dos años de la escuela primaria conformarán un bloque educativo, de suerte tal que ya no existirá la posibilidad de repetir primer grado.
Sileoni dijo luego en los medios que la medida apuntaba a darles más confianza a los niños, indicando que existían pruebas de que en situaciones de aprendizaje la confianza del maestro resultaba un factor estimulante crucial y que la repitencia la erosionaba irreparablemente.
Pero si realmente estamos pensando en estimular el aprendizaje de los alumnos, deberíamos preguntarnos por qué fracasan.
LA ESCUELA ACTUAL
Ken Robinson lo puso muy claro en una excepcional conferencia TED, que pude ser vista por internet. Este experto en educación indicó que la causa fundamental del problema, es que el modelo de escuela actual fue en realidad una respuesta de la sociedad al paradigma tecnológico de la revolución industrial.
La escuela funciona así como una línea de montaje de una fábrica, por la que el producto (los niños) van pasando por las estaciones (los grados) para ir recibiendo las transformaciones (los conocimientos) y terminar convirtiéndose en un producto que satisface una necesidad estandarizada (egresados).
El problema es que la revolución industrial se acabó y el modelo educativo, que permanece sin cambios profundos hace 200 años, resulta inútil frente al nuevo paradigma de las tecnologías de la información.
Teresinha Carraher realizó un conjunto de investigaciones notables durante la década del ’80 mostrando que los niños brasileños de contextos humildes que fracasaban en las pruebas de matemáticas de la escuela luego resolvían satisfactoriamente problemas similares en los mercados en los que vendían cosas para sobrevivir.
El título del libro que resumió esas investigaciones fue “En la vida diez, en la escuela cero” pero si Carraher hubiera trabajado con Robinson en el siglo XXI, el título sin duda alguna habría sido “En la compu diez, en la escuela cero”, porque esos mismos niños que fracasan en el aula y repiten de grado manejan con absoluta eficiencia decenas de juegos en red y programas del celular que requieren una sofisticación cognitiva e implican un desafío mucho mayor que la vetusta metodología de los manuales escolares.
Las últimas investigaciones en Economía del Comportamiento muestran además que resulta crucial el correcto establecimiento de los incentivos para que los alumnos realmente se motiven y esfuercen.
En un reciente trabajo de Steven Levitt, de la Universidad de Chicago, se demuestra que el éxito del aprendizaje depende de incentivos no monetarios (medallas, puntajes para un ranking, estrellas, diplomas, menciones especiales) y que resulta crucial que estos premios sean casi instantáneos en el tiempo.
La escuela actual premia o castiga una vez por año (y con la modificación lo hará cada dos) cuando ya es tarde.
O trabajamos para que la escuela cambie y funcione con la estructura de un juego, que se repite mucha veces y se puede volver a empezar en cada momento de suerte tal que no haya ganadores y perdedores sino que todos ganen, o los chicos cambiarán la escuela, por el juego, abandonando primero el esfuerzo y luego directamente la presencia.
(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la UNNoBA, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) e investigador visitante del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS)
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