La Ciudad quedó paralizada

El día después del trágico temporal trajo consigo una ciudad totalmente atípica. Así como nunca se vio un desastre natural de tamaña magnitud, nunca se vio un paisaje de calles repletas de gente volcada a una única actividad: escaparle a las consecuencias de la tormenta. Muchos salían de sus casas, aún inundadas, tras una noche de auténtico terror. Algunos intentaban sacar el auto de un lugar donde jamás pensaron encontrarlo. Y otros ayudaban a sus vecinos.

Lo cierto es que las calles y ramblas platenses, las mismas que se utilizan a diario para ir a trabajar, para pasear o para hacer ejercicio físico, ayer devolvían imágenes dignas de una película de catástrofe.

Casi todos los comercios estaban cerrados, y si alguno tenía sus persianas levantadas era porque su dueño estaba limpiándolo. Tampoco funcionaban los bancos. Y los paseos públicos lucían vacíos, pese a tanta gente en las calles.

El asueto administrativo y escolar, al que se sumó la Universidad platense, terminaron de ‘quitarle’ a la Ciudad los principales pilares de su actividad cotidiana. Sin empleados públicos yendo y viniendo. Sin guardapolvos ni uniformes. Sin transportes escolares... El casco urbano platense no se pareció en absoluto a sí mismo.

Hubo pocos taxis y remises, y un transporte público que si bien por la mañana pareció recuperar la frecuencia de los días hábiles, lentamente fue adoptando el ritmo de un domingo.

autos “sin bocina”

Los automóviles iban y venían, y en algunas calles a una velocidad similar a la que desarrollan a diario. Hasta que se detenían. Pero nadie se quejaba ni hacía sonar la bocina, como de costumbre. Es que en la esquina había una laguna y todos debían prácticamente detener la marcha.

Entonces empezaban las miradas hacia un lado y hacia otro por parte de los conductores o de sus acompañantes. Buscando a esa persona que cruzaba con una valija la rambla de 32 totalmente embarrada. O al joven que con unas tijeras de jardinero intentaba ir quitando las ramas que su coche tenía incrustadas en la parte inferior. O a la chica que llevaba un pequeño bolso en una mano y un gato en la otra.

¿De dónde venís? “De 10 y 530, el agua hasta el pecho, no quedó nada”, respondió la chica, de corrido, explicando toda la tragedia en unas pocas palabras. Y siguió su marcha.

Los celulares, que suelen ocupar una de las manos de casi todos los transeúntes, ayer brillaban por su ausencia. La inmensa mayoría no funcionaba.

Sin celular, pero con unas pocas pertenencias a cuestas, Germán, otro joven que ‘escapaba’ de la zona de 10 y 530 -como la chica del gato-, se quedó charlando un rato. No llevaba prisa alguna. Al igual que la Ciudad.

“El agua entró por las ventanas y nos llegó a la altura del pecho. Fue un desastre. Ahora me voy a casa de unos amigos. ¿A qué? A esperar que baje”, dejó caer con una calma envidiable.

Dos y media de la tarde. Frente a un rarísimo Hospital de Niños con sus puertas cerradas herméticamente, el Parque Saavedra lucía su verde estupendo bajo un sol otoñal. Al pasar, una mujer mayor le dijo a otra: “Parece domingo”. “No. Parece otra ciudad”, le respondió su amiga. Lo era. Una ciudad atónita y paralizada.