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Un espejo donde mirarse

12 de Abril de 2014 | 00:00

Por LUIS PAZOS

Para mi generación fue el actor por excelencia. Podía pasar de Shakespeare al teatro del absurdo y componer, en los dos casos, personajes absolutamente creíbles. Su nombre nunca fue parte de la farándula sino de la cultura. Por supuesto, más allá del actor está el hombre. Entrevistarlo era un placer. Alcón era intenso y calmo a la vez. Hablaba en un medio tono y sin embargo, todo el tiempo trasmitía pasión. Amaba lo que hacía y ese amor no tenía medida.

Las entrevistas, por lo general, se concretaban en una confitería de barrio norte, a la hora en que hay menos gente. Si algo resguardaba como un tesoro fue siempre su intimidad. Sentado a una mesa, con un café de por medio, era inevitable que se acercaran a pedirle un autógrafo. Nunca lo vi molestarse. Todo lo contrario. La amabilidad era parte insoslayable de su personalidad.

Un momento inolvidable era asistir a un ensayo general en el Teatro General San Martín, para que la prensa pudiera sacar todas las fotos que necesitara. Gracias a esa costumbre, pude ver su primera versión de Hamlet. Se presentó con el vestuario y la escenografía de época, pero con un detalle que lo cambió todo: anteojos para sol. De pronto, el Renacimiento y el siglo XX eran una misma cosa.

Como tenía fama de vivir ajeno a las preocupaciones de la vida cotidiana (lo cual no era cierto) un día le pregunté para qué servía el dinero. Nunca olvidé su respuesta: “El dinero sirve para comprar libertad”. Una respuesta que admite más de una conclusión.

Los recuerdos, como los sueños, pasan y se convierten en parte del olvido. Tal vez olvide el aspecto de los personajes a los que le dio vida. Pero hay algo que siempre tengo presente: su voz. A mí, me hechizó. Y para esta clase de hechizos no hay exorcismo posible.

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