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Información General |HISTORIAS DE LOS QUE SE VAN

Yo no vuelvo más a la ciudad

La vida en la ciudad puede volverte loco. Cada vez son más los que deciden irse en busca de tranquilidad y naturaleza. ¿Es una solución escaparse del ruido? ¿Alcanza con irse? Historias de quienes se fueron en busca de un paraíso natural

19 de Julio de 2014 | 00:00

Por Patricia Serrano

“Me ofrezco al sol

y empiezo a pensar

Yo no vuelvo nunca más a la ciudad”

Ariel Minimal.

Es fácil imaginarse otra vida cuando se está de vacaciones. La ciudad está lejos y, frente al río, en el mar o en la montaña, la naturaleza es casi un espejismo, el oasis perfecto que resolvería todos tus problemas. ¿Qué hago yo entre el ruido y el humo y los autos? Esa parece ser la pregunta frecuente del turista mientras se toma un mate, apura un bizcochito y clava una mirada profunda allá en la línea del horizonte.

La vida puede ser paz y pajaritos cantando a la mañana, suele decirse uno mientras con una sonrisa de oreja a oreja pispea precios de terrenos y proyecta la huerta en el fondo de la casa, la leña en el invierno y los niños en bicicleta. ¿Cuántas veces fantasearon con irse lejos, muy lejos, para ser Robinsones modernos y dejar la locura de la ciudad? Bueno, la noticia es que cuando la mayoría vive un sueño en el plano de la fantasía, un puñado se anima y se va. Pero...¿alcanza con eso?

EL CANTO DEL MAR

Podría decirse que Gabriela Lagrange tenía la vida perfecta: joven, hermosa, citadina. Un día estaba en la ciudad y dos días después en Chile o en México o donde sea que la llevara su trabajo de azafata. Volar, esa era la acción que marcaba su rutina. Pero su sonrisa de buena anfitriona de vuelo era una mentira: “tenía una gran crisis, me sentía muy triste y confundida a pesar de tener una vida buena y cómoda”, recuerda hoy mientras restaura muebles para la casa que construye con fardos, sí, pasto y barro, junto a su novio en Chapadmalal.

Hoy cuando recuerda la vida en la ciudad lo primero que le sale es decir “uf”, como si el mismo recuerdo la cansara. “Dejar la ciudad para mí fue liberarme de esa constante quita de energía que tiene y poder redireccionarla hacia lo que me llena día a día”, afirma y, aunque le parezca extraño, este día a día campestre del que habla, en rigor, la deja más agotada. Ahora se levanta cuando canta el gallo, prepara el mate y comienza el trabajo de revoque grueso de las paredes exteriores de la casa. También se encarga de la instalación de agua y del almuerzo para la “tropa”: ella, su novio Matías –un porteño desertor, también- y un chico que los ayuda. “Paramos de trabajar a la tarde, nos sentamos frente al fuego, planeamos la cena y a las 22 ya estamos durmiendo”. ¿Cine, bares, fiestas? Nada de eso forma parte del presente de esta ex azafata rubia que bailaba hasta el amanecer en fiestas electrónicas no hasta hace mucho tiempo atrás. Uf, la vida lejos de la ciudad también puede ser dura.

“Live what you love and love what you live”. Así se titula el álbum de facebook en que Gabi publica las fotos de su nueva vida: ella en una chata en pleno campo, frente al mar, con gatitos, mientras cava un pozo o pinta una ventana. Alejarse de la ciudad, además de más trabajadora, la hizo más sana. Como por arte de magia, un día sintió una necesidad de limpieza. Ya se había sacado de encima el humo de la ciudad, ahora le tocaba a ella: “de la noche a la mañana dejé el tabaco”. La limpieza fue más allá de los 20 puchos diarios que fumaba y alcanzó, como usted imaginará, a su alimentación. También dejó de consumir cualquier alimento que venga de un animal.

Ahora, mientras mira desde su casa el mar y escucha el viento de la costa bonaerense, afirma que extraña una sola cosa: su gata Lupe, que dejó a cargo de otra familia en la ciudad.

TAMBIÉN SE VUELVE

En la otra punta del ring está Silvina Von Lapcevic -39 años, fotógrafa-: “creí que vivir en la naturaleza era mi estado ideal, que estar al lado del río, mirando el agua, los árboles, los pájaros, era lo que más feliz me haría en la vida”. Creyó. Pero la realidad de estar sola en un pueblito de Traslasierra, Córdoba (Villa las rosas, pueden googlearlo: 3 mil habitantes, 840 metros sobre el nivel del mar), fue otra. Tan distante del mundo color rosa que usted imagina cuando se va de vacaciones y mete las patas en el río, que Silvina esta misma semana se está mudando a un piso 16 en la ciudad. Chan!

Carl Jung afirma que 100 días es el tiempo necesario para que se consumen las grandes transformaciones. Silvina vivió exactamente ese tiempo en una casita tan linda como la que Hansel y Gretel encontraron en el bosque. Claro, como ellos, también se llevó sorpresas. “No conocía a nadie, estaba sola, creo que perdí la ingenuidad, la fantasía desmedida, la ilusión”, cuenta esta chica que lo primero que hizo cuando puso un pie en el asfalto fue meterse en una librería, tomarse un café y anotarse en un taller de pintura y otro de astrología y, obvio, empezar terapia. “Creía que tenía que alejarme de las cosas superfluas, pero me di cuenta que necesito más variedad de vínculos, librerías, bares y anonimato para vivir”. Están los que se van y están los que vuelven.

La decisión la tomo por la razón que sale de cada boca que se aleja de la vida de ciudad: buscaba tranquilidad, vivir cerca de la naturaleza y “de cosas con buena vibración”. Pero allá en la sierra tuvo dos experiencias que nada tienen que ver con estar en el paraíso y que, supone uno, son ese tipo de cosas que pasan en la ciudad, no en el campo, no en el interior. Silvina se las contó a esta cronista pero prefiere que no se reproduzcan porque es algo para dejar atrás. No se preocupe, lector, nada grave.

¿Irse de la ciudad es vivir mejor? Ella tiene una respuesta clara, y podemos suponer que su lucidez está relacionada a su paso por la sierra: “Creo que estar mejor es estar bien con uno, estés donde estés. Si te vas hecho un caos te lo llevás puesto, no hay escapatoria. Es adentro de uno el estado en el que uno puede estar”. Bicho de ciudad o no, Silvina se siente en paz.

DE A DOS

Matías y Constanza se enamoraron en una comparsa. Él ya lo tenía decidido: iba a irse de la ciudad en cuanto pudiera. También tenía lo imprescindible para hacerlo: un terreno en Nono, un pueblito tranquilo de las sierras cordobesas. Ella aportaba las ganas y el amor. “Yo lo había intentando otras dos veces, pero siempre me arrepentía a último momento. No lograba dar el paso”, cuenta Matías que en su paraíso cordobés es carpintero y artesano.

La decisión la tomaron cuando estaban “a punto caramelo” para hacerlo. Todo parecía conspirar para su partida: tenían que dejar la casa que alquilaban, Constanza sufría cada vez más el viaje en transporte público, se ahogaba, se asfixiaba, y los dos coincidían que había “otra forma de vivir nuestra vida”.

Ahora, para hablar con ellos, hay que acordar un momento del día en que pasen por la zona en donde enganchan señal de celular. ¿Facebook? ¿Skype? ¿Enviar fotos por mail? Todas estas acciones tan simples en la vida de la ciudad, a un click de distancia, 3 megas de velocidad, y wifi a toda hora, se pierden si uno quiere dedicarse a cortar su propia leña. Pero a Matías no le importa: “acá no tengo la necesidad de estar demostrando todo el tiempo que soy alguien”.

IRSE, PERO ¿A QUÉ?

Para Horacio Vommaro, presidente de la Asociación de Psiquiatras Argentinos (APSA), casi todos tenemos en un plano de la fantasía la convicción de que “en algún lugar debe estar el paraíso”. Y explica: “Hay una cuestión evidente. La vida en las urbes se modifica cada vez más y ese ritmo perturba los encuentros familiares y con amigos. En el imaginario conservamos esa idea de poder volver al mediodía a nuestras casas, almorzar en familia, compartir espacios. Pero los tiempos y las distancias son otros en la ciudad. Entonces se genera esta cuestión del contacto con la naturaleza y la idea de volver a ella como algo bucólico”.

Gastón tiene 33 años y hace un mes decía esto: “me voy a cazar langostas de noche, a vivir frente al mar y a tener una escuelita de tenis para nenes”. Su destino bucólico, fantástico, ideal, era Guaymas, Sonora, México. Ahora, hace tres semanas que está en su paraíso terrenal y cuando esta cronista lo contactó para la nota estaba un poco triste: “No salgo de la casa porque afuera hace 50 grados. Miro todo el día ESPN, como, tomo mate y me quiero matar. Extraño a mi perra y al mundo en el que estaba antes, con mi balcón y mis plantas”. Ya lo dice Vommaro: hay que tener cuidado con la idealización, “lo que está en el plano de la fantasía no es conveniente volverlo una finalidad”.

Pero ojo. Irse con un proyecto es otra cosa: “no hay que la expectativa únicamente en la naturaleza o el eco ambiente y pensar que por sí misma puede resolver nuestros problemas. Irse con un proyecto de vida en el interior es diferente”, concluye Vommaro. Quizá ése sea el caso de Laura Berra (49), quien en 2002 partió hacia Cura Brochero, Córdoba, junto a su marido con el objetivo de formar una familia: en 2007 pudieron adoptar tres nenes y hoy tienen como patio de su casa un hermoso río. “Logramos el cambio de vida que queríamos y hoy lo disfrutamos”, afirma Laura: antes por su ventana veía una avenida sobrepasada de autos, ahora ve árboles y agua.

También Silvia “Chivy” Terrier tenía un plan cuando el mismo día que defendió su tesis de grado en la Facultad de Periodismo de La Plata anunció su decisión de partir hacia tierras mucho más lejanas. Era el 18 de enero de 2011. “La ciudad me estaba agotando, me cansaba tomarme colectivos todo el tiempo y encontrar trabajo se complicaba cada vez más”, cuenta esta chica que hoy tiene 29 años y vive en Río Grande junto a dos amigos ¿El dato más importante? Trabaja a la vuelta de su casa. ¿Su próximo proyecto? La vida en la montaña.

Ya sabés. Si tenés ganas de irte, siempre te enamorás del lugar de tus vacaciones y te ves lejos de casa, planéalo con tiempo. Irse es fácil, pasarla bien y quedarse es otra cosa.

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