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Zorrilla y Dickinson: no hay mucho más

18 de Septiembre de 2014 | 00:00

Por AMILCAR MORETTI

La primera vez que la vi no me cayó bien. Su aparición, auditiva y no de mirada, me produjo resistencias. Hablaba como aquí lo hacían las actrices Graciela Borges, Graciela Duffau, Marcela López Rey, la escultora Minujín, la escritora Silvina Bullrich y un famoso personaje de señora paqueta del humorista Landrú. La única sensual era López Rey, que venía del modelaje porteño, junto a Chunchuna Villafañe, de similar hablar y sinónimo de modelo bienuda y sensual, aunque luego compañera peronista revolucionaria de Pino Solanas, aquí y en París, claro. Porque hasta hace unos años “siempre nos queda(ba) París”. Ahora, ya no.

Lo cierto es que China Zorrilla advertía una diferencia notable: a ella no le salía como habla adquirida sino que le fluía, se le notaba distinta, “natural”, de cuna. Claro, había tenido niñez con educación parisina por su padre escultor uruguayo reconocido. Procedía de una familia montevideana de buena posición, con herencias ilustres en la cultura ilustrada y la política. Visitaba y hablaba de igual a igual con Victoria Ocampo, y con ella recitaban, contó, Corneille y Racine en francés, por supuesto. ¿Cuántas chicas actrices pueden hacerlo hoy?

En fin, Zorrilla no pasaba por “señora gorda” (hoy sinónimo de grasa). Zorrilla era de estirpe paqueta. Con el tiempo se aporteñó del todo de y en las callecitas de Buenos Aires, o casi, pero mientras tanto los que desde aquí estábamos en periodismo, la cultura, la política o el cine nos quedábamos con cierto disgusto. (Una aclaración: para comprender mi percepción hay que ubicarse a comienzos de los años 70, vertiginosos y arrolladores, confusos, y sobre la presencia de alguien que en los medios aparecía de pronto, ya madura, en lugares destacados del espectáculo).

Se había cruzado del Uruguay y pronto la vi como doña Natividad, la madre del recio Jorge Salcedo, compadrito y taita cuchillero al servicio de los conservadores del fraude electoral. Ecuménico López era Salcedo, que no era Alfredo Alcón (“Un guapo del 900” de Torre Nilsson), pero más difícil la tenía China Zorrilla para empardar a Lydia Lamaison. Se comprende. Bueno, pero en el decir de Natividad López la uruguaya se despoja del arrastre fonético, y lo logra, aunque los prejuicios sonoros queden en el oído del buen escuchador, que es el que hace un arte de la escucha, como se dice en clínica psicoanalítica y semiología.

¡Qué placer Concepción Matilde Zorrilla, estar con vos y Dickinson! Eso vale por todo, sencillamente porque -¿quieren que les confiese?- no hay mucho más

Y el habla, se sabe, muy vinculada con el hacer está. La acción de vida. Con la actuación en la existencia fuera del escenario, en la calle, en la vida social mediática, aunque más no sea. Cuando llega Zorrilla para instalarse aquí ciertas -muchas- cosas del sexo no eran mencionables: se hacían sentir por ausencia. Como ahora, cuando las chicas -lo vivo a diario en mis sesiones de fotografía de autor en desnudez femenina-, jóvenes, actrices y “emancipadas”, por lo general hablan de sus libertades y expansiones. Verso, coartada. La mayor parte, poco y nada. Pasa por “liberado” el uso de dildos. (¿?) ¿Y? O bien la monogamia sucesiva, que es menos novedad aún en el mundo de las artistas del espectáculo. Voy a ser más claro: aunque dejó de intrigarme hace muchísimo, la pregunta era: ¿y pareja? Nunca una pareja. Se lo preguntaron a Zorrilla mil veces en reportajes y ella siempre se refería a un esfumado y lejano amor con un galán que, al final, había quedado en etapa virginal.

Habla y sexo, por allí me cayó la China. Las chicas hoy son “emancipadas” no por haberse despojado del temor a lo fálico carnal sino por el descompromiso entre pares de igual género. Está bien, pero seguimos en la misma. Todo esto al principio, después Zorrilla se instaló como alguien del panteón viviente de la actuación, no mi preferida, siquiera disfrutada nunca del todo. Pero, me rindo ante la evidencia: la premiaron con lo máximo Francia, después Argentina, y después Chile y Uruguay donde en los 80 fue recibida como heroína tras la dictadura militar que la censuró.

Razones para elogiarla no faltan: cito autores, nada más: Brecht, Chéjov, Pirandello, Strindberg, Moliére, Calderón de la Barca, Bernard Shaw, O´Neill, García Lorca, Paul Claudel, André Gide, Jean Cocteau, Arcipreste de Hita, Shakespeare, lo que hace que la lista de los máximos e inevitables esté casi completa. Sin contar, entre nosotros, Armando Discépolo, Eichelbaum, y más abajo Jacobo Langsner y Alberto Migré. Migré, porqué no. Migré en la televisión. Migré el dramaticista (no sé si dramaturgo) de las telenovelas que llenaron los valores en cabeza de millones de personas por décadas. Y eso junto a la ópera, que adaptó y hasta dirigió: Verdi, Puccini, Rossini, Stravinsky.

Curiosidades para mí, o recuerdos, o parte del alhajero, de las joyas de la abuela, esas que nunca hay que vender aunque se sea gobierno y solo salvo si se trata del “antiguo reloj de cobre” del viejo, que la vieja nos va a anunciar siempre desde el cielo que Tata ya nos perdonó. Aquí van: fue cronista y notera en el Festival de Cine de Cannes y estuvo en el viejo Teatro Argentino platense, el que se comieron las llamas en dictadura. Fue con “El barbero de Sevilla” de Rossini. Me acuerdo, no entendí, a mediados de los 70, pero me acuerdo. Ella recién llegaba a este lado del Río de la Plata. Y una última: Emily Dickinson. La grandiosa poeta norteamericana. Lo mejor de lo mejor. Emily Dickinson. ¡Qué placer Matilde, Concepción Zorrilla, estar con vos y Dickinson! Eso vale por todo, sencillamente porque -¿quieren que les confiese?- no hay mucho más.

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