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Opinión |ENFOQUE

El boletín sin aplazos y la crisis de la educación

1 de Noviembre de 2014 | 00:00
El boletín sin aplazos y la crisis de la educación

Por Monseñor HECTOR AGUER (*)

Es reciente todavía la discusión suscitada por el anuncio del Nuevo Régimen Académico de Nivel Primario de la provincia de Buenos Aires, que entrará en vigencia en el próximo año escolar. La decisión incluye la eliminación de aplazos: en el ciclo superior -de 4º a 6º grado- no habrá más 1, 2 y 3; en el inferior se suprimirá la calificación “aún no satisfactorio” -el temible “insuficiente”, escrito en rojo, de los boletines de antaño-. Ahora el boletín de calificaciones pasará a llamarse “libreta de trayectoria”. Los alumnos cursarán el año que corresponda a su edad y no el que se ajuste a su avance escolar; asimismo no será necesario aprobar todas las asignaturas para pasar de año. En general, parecen aflojarse las exigencias.

ARGUMENTOS CONTRAPUESTOS

Las autoridades, tanto provinciales cuanto nacionales, defendieron la medida arguyendo que su finalidad es retener a los chicos en la escuela, no favorecer las frustraciones; han repetido que no se trata, en absoluto, de suprimir el esfuerzo. Los argumentos expuestos no son, por cierto, desdeñables. Sin embargo, las críticas, que se precipitaron inmediatamente como un reflejo saludable, fueron perspicaces y esgrimieron razones oportunas, aunque se puede pensar que no todas expresaron con profundidad los verdaderos problemas que afectan al sistema educativo argentino.

En esa oportunidad, la cuestión acerca de la necesidad del esfuerzo de los niños y adolescentes para crecer fue esclarecida ampliamente desde la ciencia neurológica y desde la psicología; esta posición puede corroborarse con apoyo en la sana pedagogía y en una didáctica bien practicada. Vale destacar, a propósito, algunos interrogantes que se desplegaron: ¿la disposición adoptada puede ayudar efectivamente a los alumnos con dificultades de aprendizaje? ¿Constituye acaso una discriminación distinguir a los más esforzados y con mejores logros? ¿Es correcto evitarles a los chicos toda frustración para sostener su autoestima? Las preguntas y las posibles respuestas deben inscribirse en una concepción acabada, perfecta, de la educación. Ésta no se reduce a la instrucción. Se trata de un proceso de crecimiento y maduración personal mediante el desarrolloo intelectual, afectivo y espiritual, valores que permiten descubrir la verdad y adoptar un ideal de vida que sea plenamente humano. La verdadera educación implica la transmisión de una cultura, de una visión del mundo, el conocimiento de la realidad de la creación y el reconocimiento del auténtico sentido de la vida humana. La dimensión religiosa de la existencia no debe ser soslayada si se pretende que los niños reciban una educación integral y que adquieran un pleno desarrollo de su personalidad. Hasta en la Rusia postsoviética se ha reconocido este dato.

Entre las objeciones de carácter psicológico que se han dirigido a la medida dispuesta por la Dirección General de Cultura y Educación se destaca la necesidad de que los chicos vayan logrando progresivamente una moderación del deseo del placer y que asuman la realidad, las limitaciones propias de la verdad de la existencia. Ese enfrentamiento encamina y señala qué se puede elegir; inclina a tomar en cuenta los deberes y las pequeñas frustraciones, que ayudan a crecer bien.

ORIENTACION

Desde una perspectiva filosófica -una recta antropología que es el fundamento acreditado de una educación plena- habría que criticar la deriva ideológica en que se ha embarcado la orientación oficial de los diseños curriculares y los consiguientes contenidos: el constructivismo como teoría del conocimiento y sus consecuencias morales, sociales y políticas, comprobables en materias como Educación Sexual, Construcción de Ciudadanía y algunas otras. Esa posición ideológica invade toda la dimensión intelectual de la enseñanza. Los ministros pasan, pero permanecen los expertos o técnicos a quienes falta una concepción integral de la persona humana.

Las sucesivas reformas del sistema, intentadas por la Ley Federal de Educación; la Ley Nacional y las leyes provinciales, no han dado los resultados esperados, de modo que con frecuencia se afirma que el sistema educativo del país se encuentra en crisis. Es evidente el descalabro de la vertiente de gestión estatal de la escuela pública. Lo observo con pena como exalumno de las escuelas estatales de antaño, que funcionaban con calidad digna de elogio. Digamos, entre paréntesis, que públicas son también las instituciones de gestión privada, entre las cuales se encuentran las que funda y gestiona la Iglesia. Los aportes del Estado a nuestras escuelas no son el subsidio que a menudo se retrasa o se retacea, sino un medio necesario para asegurar la libre elección, por parte de las familias, de la escuela que desean para sus hijos. Si en nuestro caso el aporte fuera significativamente mayor, podríamos ofrecer colegios gratuitos; el Estado provincial gastaría mucho menos de lo que invierte en sus propias escuelas, con las deficiencias que en ellas son justamente deploradas. Nuestras escuelas no carecen de defectos, pero se distinguen favorablemente de las oficiales.

EL MAESTRO

Entre los verdaderos problemas de la educación se encuentra la desvalorización masiva de la profesión docente, que afecta a la relación maestro-alumno, valor antiquísimo que fundamenta la realidad escolar. Maestro, digo, y no docente, aunque este nombre es el que se haya impuesto, y con reservas lo uso. El maestro se ha convertido, por fuerza de las circunstancias, en un “trabajador de la educación”, injustamente proletarizado, que debe reclamar la dignidad que le corresponde y que tendría que expresarse en la remuneración recibida. Sus protestas sindicalizadas son una consecuencia normal, inevitable, de aquella desvalorización social que perjudica a toda la comunidad nacional. Queda pendiente, además, la necesidad de actualización y de una formación permanente.

La situación actual del sistema educativo depende, no hay que soslayarlo, de influentes factores de deseducación. La tan mentada hoy día, e innegable, “crisis de la familia”; digamos: de su consistencia como realidad humana, institucional, como valor social. A causa de esa inestabilidad es frecuente que la familia no esté en condiciones de cumplir su función educadora, su parte indelegable en la formación plena de los hijos. La continuidad entre la familia y la escuela en el proceso educativo es una condición imprescindible para asegurar la transmisión de saberes y valores de una generación a otra y la identidad de una cultura. No puede ignorarse, por otra parte, la pobreza extrema en la que injustamente se hallan hundidas tantas familias, estado que les impide ejercer aquel deber particular.

Para no extenderme demasiado apenas menciono lo que merecería una reflexión amplísima: el influjo degradante de tantos medios de comunicación y la navegación prematura e indiscreta por las redes sociales.

El juicio acerca de la decisión del gobierno provincial sobre el régimen de evaluación no puede separarse de la consideración cuidadosa de los problemas de fondo.


(*) Arzobispo de La Plata

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