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Revista Domingo |INTERÉS GENERAL

Cyber Monday

30 de Noviembre de 2014 | 00:00
Cyber Monday

Por LIZ SPETT

lizspett@gmail.com

Y bien, más de uno se dejó seducir por el canto de sirenas de la última edición del Cyber Monday. Era necesario aferrarse a un mástil, como Ulises, y taparse los ojos con una venda que impidiera ver las horas faltantes para que finalizara la validez de las ofertas. ¿Y quién tiene un mástil en la casa u oficina? Nadie.

Había que aprovechar la oportunidad que daba el más rampante de los capitalismos: el salvaje y discriminador. Era necesario tener alta paciencia para ingresar a la página deseada, buen manejo informático y contar con un caudal importante de perseverancia que no cesara ante la adversidad. En pocas palabras, había que ser un ciudadano digital promedio con poder adquisitivo entre los 20 y 60 años. Con ciertas dispersiones, ése era el perfil.

La publicidad cada vez exige más a los consumidores. Éstos, no siempre tan “udos” como se cree, participan de este circuito, aún a sabiendas de que al final van al muere, como sucede con la vida misma. En general, la gente intuye que existe un engaño, sospecha que a los precios los inflan y luego los rebajan, pero aun así se engancha porque no hay modo de salir del sistema cuando la voluntad no acompaña y se vive en sociedades de responsabilidad muy limitada.

Puedo asegurar con pelos y señales, pero más que nada con datos fehacientes, que al menos la oferta de un artículo del catálogo de una de las grandes cadenas de electrodomésticos, no cumplió con su promesa de “más barato por la web.”

Movida casi acosada por el Cyber Monday, pero fundamentalmente por el “yo también puedo”, una pobre mujer cumplió los pasos requeridos a puro sudor y mucho empeño. La idea que la acompañaba era: “no soy menos que la ciudadana promedio”.

Al día siguiente, el martes, casi al pasar advirtió que su compra fue re-cha–za- da por el sistema. Todos nos hemos sentido en algún momento rechazados ya sea real o imaginariamente. Pero rechazada por un plástico, pocos. El eslabón más flojo de la compra es el límite de crédito. Lo había superado. Estaba floja de crédito.

Gatsby, uno de mis personajes masculinos preferidos de la literatura, también es rechazado al principio por no cumplir con el requisito de tener dinero para casarse con la bella Daisy. El tipo, insistente y perseverante, hace unas piruetas; regresa a la escena con contante y sonante y lo hace brillar. Fortuna turbia por cierto, obtenida en la época de la Ley Seca mediante el contrabando de lo prohibido: el alcohol. El hombre no claudica. Y ella, mujer, tampoco.

Salió despedida cual saeta de su hogar al negocio físico de la misma cadena que había denegado su compra. La decisión estaba tomada. Iba a comprar el producto de todos modos, aunque le costara el doble y después no supiera cómo utilizarlo. Pero ser rechazada es un hueso duro de roer. Podía prestarse a malas interpretaciones: que fuera premeditada la compra y si pasaba, pasaba, que haya habido mala fe y no que fuera el resultado de una lectura errónea crepuscular del resumen de cuenta, debida principalmente a no haber encontrado los anteojos.

Uno de los fantasmas que amenazan a los neuróticos que somos, es el de no finalizar una acción, que justo en el último momento se presente la adversidad, que suele acompañarnos, con su cara de siempre lista como una girl scout. Es lo que vulgarmente conocemos como puntada final, la que en el cine mantiene el suspenso hasta último momento; la que permite pasar a otra tarea; la que permite fluir; la que más cuesta.

Grande fue su sorpresa cuando el supervisor de sonrisa paga, mal paga diría, le aseguró que las ventas on line nada tenían que ver con las físicas, a pesar de pertenecer a la misma cadena.

Si digo que el precio del artículo era inferior al de la tienda virtual, esta columna tendría un aire a un cuento de Lovecraft, de esos que sorprenden, o de libelo que denuncia irregularidades en una compraventa, pero esas cuestiones mejor dejarlas para la polémica de Intratables. El precio era el mismo. Lo compró y el gadget descansa en su caja. Debe aprender a usarlo. Apuesto a que no será más feliz cuando lo use, ni menos infeliz. Eso sí, perdió una tarde de su vida. Esa mujer soy yo.

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