El Príncipe que volvió para gritar campeón

DIEGO MILITO, UNO DE LOS GRANDES QUE TUVO LA ACADEMIA PARA LLEGAR A UN NUEVO TÍTULO

OPINION
Por NICOLAS NARDINI

Le dijeron que estaba loco. Que rifaría todo el prestigio ganado con sangre, sudor y lágrimas en su largo periplo por Europa. Que no debía demostrarle nada al hincha de Racing y que tenía mucho más para perder que para ganar con esta vuelta a sus raíces. Sin embargo, testarudo, desafió todos los consejos de su gente más cercana y decidió pegar la vuelta a su primer amor, ese que dicen que jamás se olvida.

Ya nada quedaba de aquel pibe que compartía ofensiva con el “Chanchi” Estevez y Rafa Maceratesi en el Racing que se consagró campeón en 2001 de la mano de “Mostaza” Merlo mientras Argentina se derrumbaba entre piquetes y cacerolazos. Volvió un profesional con once temporadas fantásticas en el fútbol europeo a cuestas. Un delantero que logró meterse en el selecto grupo de los grandes centrodelanteros nacionales que marcaron huella profunda en el Viejo Continente, sin nada que envidiarle a Batistuta, Crespo, Higuaín, Ramón Díaz, Bertoni, Kempes, Bianchi, Onnis y tantísimos otros (la lista sería interminable) que maravillaron a propios y extraños inflando redes del otro lado del océano.

Milito llegó al pináculo de su carrera la calurosa tarde del sábado 22 de mayo de 2010 en el coliseo blanco de Madrid. En aquella jornada, alcanzó lo máximo a lo que un futbolista puede aspirar, a nivel clubes, en su carrera: hizo los dos goles con que el Inter de Milán consiguió la Champions League ante el poderoso Bayern Munich. El Santiago Bernabeu lo ovacionó de pie y la UEFA lo eligió, además, mejor jugador de la gran final. Los del norte de Italia no alcanzaban la “orejona” desde 1965 y el Príncipe fue el principal artífice de semejante conquista.

En las semifinales de aquella Champions, los italianos habían logrado lo que para muchos era imposible: eliminar al Barcelona de Pep Guardiola, posiblemente el mejor equipo de la historia del fútbol, con un planteo brillante de su DT, José Mourinho, en cuyos mecanismos tácticos Milito fue clave una vez más. Aún hoy se recuerda el descomunal esfuerzo que el delantero realizó, a pedido de “Mou”, para actuar prácticamente como un marcador de punta adelantado en el Camp Nou, a fin de taponar el juego azulgrana. Definitivamente, aquella fue la Copa de Milito, que se consagró como crack de tirón mediático global después de ser el epicentro del juego en la finalísima.

Pero Milito no sólo dejó huella en el Calcio, donde logró la triple corona (Serie A, Copa Italia y Champions) con el Inter, también lo hizo en la península ibérica vistiendo la camiseta del Zaragoza. Con el equipo aragonés se dio el lujo, el 8 de febrero de 2008, de marcarle cuatro goles al Real Madrid por Copa del Rey, en un curso que culminó con el subcampeonato en esa misma competición.

Entre sus dos pasos por el Genoa, Zaragoza y su largo proceso en el Inter de Milán, el delantero formado en la Academia superó la barrera de los 200 goles en Europa, una cifra sólo alcanzada por un selecto grupo de compatriotas. Fue campeón de Liga, de Copa, de Champions, del Mundial de Clubes y elegido mejor jugador de Europa en la 2009-2010. Se dio el lujo de ser dirigido por grandes entrenadores, como José Mourinho, Rafa Benítez y Víctor Muñoz. En definitiva, llegó a lo máximo que un jugador puede aspirar en el mejor fútbol del mundo en competencias de clubes. Y hasta disputó una Copa del Mundo (Sudáfrica 2010) con la Selección Nacional.

Un profesional con mayúsculas, con ese notable recorrido, regresó a su casa para devolverle algo de todo lo que recibió en la etapa formativa. Y lo hizo con hilo en el carretel. Quizás no en su plenitud física, como lo hicieron tiempo atrás Sebastián Verón en Estudiantes y Maxi Rodríguez en Newell´s, pero con mucho de su jerarquía aún por brindarle a la Academia. Cambió la explosión por la pausa, el roce por la inteligencia, la intensidad por la claridad y todo ello acompañado por su inagotable capacidad para resolver cara a cara con los porteros rivales, una condición que parece estar dispuesto a no perder jamás.

A esa notable calidad dentro del rectángulo, también le sumó sabiduría de la línea de cal hacia afuera. Supo acompañar a los jóvenes con sus consejos, poner paños fríos cuando gobernaba el pesimismo y paciencia oriental cuando todo el mundo Racing estaba ansioso por una consagración que se estiró más que el guión de una novela de Migré en el viejo Canal 9.

Y no, no estaba loco. Se le dio todo tal como lo soñó en sus últimas funciones en Italia. Volvió en el momento justo y, trece años después, gritó campeón junto a una marea albiceleste ganada por la emoción. Volvió como ídolo, será leyenda.