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Información General |EL DRAMA DE LOS ALERGICOSA LAS PROTEÍNAS

Leche que no has de beber

El 6 por ciento de los bebés tiene alguna alergia alimentaria, en su mayoría, a las proteínas de la leche de vaca. Les provoca vómitos, diarreas, llanto permanente y riesgo de vida. Las únicas leches que pueden consumir cuestan 10 mil pesos al mes. Las historia de tres familias platenses que “reman” para conseguirlas

20 de Diciembre de 2014 | 00:00

Por Marisol Ambrosetti

Ser madre siempre ha estado emparentado con el verbo nutrir. Las abuelas de antes decían que un chico era “una bendición” si estaba gordito, rechoncho, rebosante de leche. Y la leche, de la teta de la madre o de la vaca es, al día de hoy, el alimento por excelencia de los bebés. La Organización Mundial de la Salud insiste: los chicos son lactantes hasta los dos años.

Pero qué haría usted como madre si cada vez que le da la teta o la mamadera, su hijo empieza a retorcerse como si le estrujaran los intestinos por dentro, a llorar desconsoladamente, a rebasar los pañales de diarrea y mocos, a eyectar el vómito en una explosión que todo lo salpica ¿Dejaría de alimentarlo? Todos sabemos que es imposible.

Este es el drama que vivió Verónica Silva, no ya con un hijo sino con dos. Sí, Verónica tuvo mellizos, ambos alérgicos a las proteínas de la leche de vaca. Si no se las pasaba Verónica por la teta se las tomaban directamente de la mamadera. Encima esas proteínas se cuelan por todas partes, muchos alimentos manufacturados la contienen. Por más profesora de psicología que sea, esta platense de 35 años no podía contener la angustia ni la desesperación tras noches enteras acunando, con su marido, a Lara y a Nicolás, los mellis, que vivían literalmente en un grito.

No tratar la alergia a las proteínas de la leche, implica vivir con dolores gástricos, urticaria, vómitos y diarreas. La solución: las leches medicamentosas. El problema: el precio. Pueden demandar más de 10 mil pesos mensuales.

“No es una forma de decir eh, cuando te digo todo el día es todo el día: lloraban y se retorcían como si los picaran las hormigas. Hasta que a Lara, a los cinco meses, tuvimos que internarla en el hospital Español por rechazo alimentario; su sistema digestivo colapsó”, recuerda Verónica. Dice que fue recién en ese momento, con una sonda puesta tras diez días de internación, a los cinco meses de vida, cuando conoció a su hija en calma y sonriente por primera vez.

Pero no es cosa de los mellizos Pérez Panera. Es lo que les pasa a unos 2 millones de argentinos. Una encuesta de la Sociedad Argentina de Alergia e Inmunología Clínica reveló que el 2,5 por ciento de la población tiene una alergia alimentaria diagnosticada por un médico y otro tanto, cree tenerla por los síntomas que sufre. “Entre los menores de 3 años, se vería afectado hasta el 6 por ciento de los niños”, advierte el pediatra especializado en alergia e inmunología, Martín Bozzola, del hospital Británico de la Ciudad de Buenos Aires.

Los alérgicos a las proteínas de la leche deben evitar todo lo que la contenga, ningún lácteo les hará bien, tampoco pueden comer alimentos que en su procesamiento se puedan haber contaminado con alguna proteína: postrecitos, cereales, masitas y muchos más.

DE DIFICIL SOLUCIÓN

Los padres de un chico con esta alergia se enfrentan a un dilema inquietante: si le dejan de dar alimentos con proteínas, el bebé tiene alto riesgo de desnutrición. Si se las dan, entra en riesgo de caer en un shock ananfiláctico, mortal en el 10 por ciento de los casos.

No tratar la alergia a las proteínas de la leche, implica vivir con dolores gástricos, urticaria, vómitos y diarreas. La solución: las leches medicamentosas. El problema: el precio. Pueden demandar más de 10 mil pesos mensuales, un monto pesado para la mayor parte de las familias. Las obras sociales las cubren pero sólo hasta el año de vida. Los bebés, ya lo dijo la OMS, son lactantes hasta los dos. Y las familias de estos chicos empujan por estos días una ley que ya logró media sanción en el Congreso: servirá para que la cobertura no se corte hasta los 24 meses.

Las leches que estos chicos pueden y deben tomar son de tres tipos: hidrolizados de alguna porción de la leche de vaca, sintéticas en base a aminoácidos y en bases vegetales de arroz o soja. “Contienen los elementos nuricionales necesarios para que estos bebés crezcan y se desarrollen bien”, explicó Bozzola. Es que un niño con esta alergia, sin las leches medicamentosas, puede sufrir déficit de proteínas, de calcio, no crecer lo suficiente, sufrir raquitismo y permanecer por debajo del peso que necesita para estar sano.

CAMBIO DE HÁBITOS

María Belén Deladino confiesa que todavía siente alguna incomodidad al ir a un cumpleaños y tener que sacar los tupper con la vianda para Lorenzo, su hijo de un año, alérgico a las proteínas de la leche, y los tupper para su marido y para ella, que acompañan en la dieta. Pero a llevar unos cinco tupper en la cartera, como a casi todo en esta vida, uno se acostumbra. Peor es que el nene estalle en vómitos.

Por qué tantos cuidados, si con eliminar la leche es suficiente, puede pensar cualquiera. No, no es tan simple. Es que la proteína de la leche se adhiere a todos lados, se traslada con el vapor. Invisible, contamina cucharas, tenedores, platos y ollas. Está en las manos y en los labios de quienes las consumen. Y entrar en contacto con ellas es un peligro para los bebés alérgicos.

Tanto es así que aquellos alimentos que se realizan en fábricas donde se procesan lácteos o sus derivados también contienen la proteína. Galletitas, harinas, postres, fideos y cientos de productos tienen trazas de leche, es decir que están contaminados para los alérgicos.

Verónica, la mamá de los mellizos, llega a casa después de hacer las compras. Lara pide upa, insistente. La mamá muere por darle un beso y tomarla en brazos pero no puede. “Me tengo que lavar las manos y los dientes, porque comí unas galletitas, es así siempre, sino se puede contaminar y descomponer”, explica jabón en mano.

La vida social de Verónica y su marido es prácticamente nula. No es que sean ermitaños ni mucho menos, es que salir es riesgoso e implicaría llevar la comida más tenedores, platos, vasos, en fin, todo lo que tenga contacto con los alimentos. “No vamos a cumpleaños ni a reuniones, menos si hay chicos que son los más difíciles de controlar, porque si tocan los juguetes de mis hijos o los tocan a ellos después de haber comido algo con proteínas terminan descompuestos, a los vómitos. En realidad, hoy nuestras salidas se reducen a los consultorios médicos: alergista, gastroenterólogo, pediatra y neumonólogo”, relata Verónica, que a esta altura decidió dejar su cargo docente para dedicarse de lleno a la crianza.

¿Por qué tanto esfuerzo? Por la diferencia. Cuando los mellizos dejaron de comer proteínas e incorporaron la leche medicamentosa sus padres empezaron a descansar por las noches, a ver a sus hijos en paz, a conocerles la sonrisa.

Las historias de Ciro

¿La dulce espera? Todo el embarazo fue un calvario. Analía Infante (35) tuvo una extraña enfermedad autoinmune: penfigoide gestacional. En criollo: el cuerpo se le llenó de ampollas y se sentía “prendida fuego”. Le pasa a una cada 50 mil embarazadas. “Y me tocó a mí”, se señala. A eso se le sumó la diabetes y una cesárea de urgencia. Su marido, Gastón Bertoldi, trabajador en una fábrica de plásticos, rogaba para que todo saliera bien. No sabía que era la antesala de una procesión interminable por los consultorios médicos de la Ciudad.

Cuando Ciro nació, la enfermera lo llevó de inmediato a Neonatología del Español. Y le enchufó una mamadera de leche maternizada. Ese primer día, el bebé no pudo pegar un ojo. Se retorcía del dolor. Un alivio: el 85% de los casos de alergia a la proteína de la leche de vaca se curan, espontáneamente, entre los dos y tres años de edad. Como vino, la alergia se va

Cuando volvieron a casa, en el barrio La Cumbre, lejos de mejorar, se deshidrató. Uno de esos días de invierno de 2011, Analía contó siete vómitos en dos horas, diarreas con mocos cada media y el llanto, un grito ahogado que todavía la estremece al recordar. “Es que no paraba”, acota su marido. Ella había dejado de producir leche materna, probablemente a causa del estrés y los días mal dormidos. Agotados, pero sobre todo desesperados porque no sabían qué más hacer, lo tuvieron que internar. Le colocaron una sonda con suero y fue recién en ese momento cuando el chico se calmó.

Unos días después, la gastroenteróloga los miraba con desconfianza. “Ay Analía…sos primeriza, tené paciencia, tiene cólicos, tiene reflujo, como la mayoría de los bebés, además pensá: el chico fue prematuro, tiene que completar el desarrollo”, insistía.

Obligado a la cata de leches, Ciro probó todo tipo de marcas y fórmulas sin mejores resultados. Recién a los dos años dieron en la tecla y Ciro se estabilizó. Para entonces su mamá se contactó con Red Inmunos, un foro que nació en 2006 y reúne a 1.300 familias que tienen casos de alergias alimentarias. A través de correos electrónicos intercambian información sobre los alimentos aptos y no aptos para los alérgicos. Se los puede googlear como alergia_alimentos grupos yahoo. Se ayudan entre ellos, porque la mayoría de las etiquetas no advierte si contiene proteínas de la leche; los productos aptos para alérgicos no están identificados como, por ejemplo, los aptos para celíacos. Cuentan los especialistas que en el Instituto Nacional de Alimentos (INAL) están trabajando para reformular los etiquetados, pero los trámites y procedimientos son lentos. Presumen que recién podrán implementarlo en un año.

Si está agotado de leer las peripecias por las que pasan las familias de bebés alérgicos, le ofrezco un alivio: el 85 por ciento de los casos de alergia a la proteína de la leche de vaca se curan, espontáneamente, entre los dos y tres años de edad. Como vino, la alergia se va.

Pero volvamos a Ciro que ya tiene tres años: llego a su casa para la entrevista y su mamá me recomienda no saludarlo, me sugiere que sea indiferente. Me conduce a un cuarto preparado como una sala de integración sensorial: colchonetas, rampa de madera, una hamaca que cuelga del techo y juegos de mesa. Parece la habitación de una casa de fiestas infantiles.

A Ciro la leche con aminoácidos le había calzado justo. Ya no vomitaba ni tenía diarrea. Los papás se dijeron ¡Ahora sí va a empezar a socializar, a hablar, a comer solito! En ese momento tenía dos años. Pero no. “En la misma medida que mejoraba con el problema de la alergia iba para atrás en lo social: no te miraba, no sonreía, no jugaba con los juguetes, no soportaba los ruidos ni las visitas; si hablábamos, empezaba a dar vueltas en círculo sin parar”, cuenta Analía. Lo llevaron al neurólogo y apareció un nuevo diagnóstico: Ciro tiene un trastorno del espectro autista. Los papás empezaron una nueva lucha. Pero ésa es otra historia.

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