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POR ALEJANDRO CASTAÑEDA
El diario madrileño El País en su edición del sábado 2 reproduce la noticia de un semanario serbio, Zabanik, que tenía este título: “Un matrimonio en crisis se divorcia al descubrir que eran amantes por Internet”. La información se desarrollaba así: “Un hombre y una mujer que entablaron contacto por Internet y se enamoraron, eran, en la vida real y sin saberlo, pareja. El matrimonio, de la ciudad serbia de Zenica, decidió conocerse después de intercambiar varios mensajes de correo electrónico y de las conversaciones que mantenían en el chat -en las que además se explicaban el uno al otro los problemas que tenían en su matrimonio-. Así (...) descubrieron la verdadera identidad del otro (sic). Inmediatamente decidieron divorciarse”.
Esta crónica enseña que hay matrimonios que guardan tantos secretos, que la revelación de uno de ellos acaba precipitando la definitiva separación; y que en el amor, lo virtual y lo real se disputan un mismo espacio. A la tarde, esta pareja chateaba y se ilusionaba, pero después, cuando llegaban a la cama, tras ilusionarse con ese amor imaginario, se entregaban dulces a un entresueño que tenía el sabor de un doble engaño reparador.
VERDAD Y FANTASIA
El amor siempre fue un material inmanejable y demasiada sinceridad lo afecta. Es cierto. La fantasía y la mentira, bien manejados, pueden ser aliados decisivos. La gente de su pueblo en distintos foros opinó sobre el tema. Muchos sintieron que hicieron bien, que todo intento es válido cuando la monotonía matrimonial pide algún refuerzo extra para poder sostenerse. Otros pensaron que podían haber intentado una fantástica reconciliación al caer en la cuenta de que su pareja poseía cualidades secretas y seductoras que estaban latentes. Al final -sugerían los románticos- por cualquier camino que tomaran, siempre acababa uno enamorándose del otro.
La noticia agrega que “... los amantes descubrieron su auténtica identidad...” ¿Pero cuál era la auténtica identidad? A veces, en el engaño, uno es más sincero que en la lealtad. Internet potenciaba un yo tan auténtico como ese otro, que nunca hablaba en casa de sus pesares amorosos y reservaba para internet sus verdades y sus fantasías.
Habrá sido desolador enterarse de que la persona que lo aliviaba era la misma que lo venía agobiando y que en esa misma morada estaban la enfermedad y el remedio. Al encontrase, decidieron alejarse para siempre. En ese instante tomaron nota de que la pareja sólo tenía fuerza para jugar el engaño y que ese amor que alguna vez fue cierto, ahora sólo tenía un poco de futuro en un mañana virtual. Los dos se dieron cuenta de que no había escapatoria. Sabían que si intentaban recomenzar, la realidad iba a poner en escena los viejos fantasmas: hastío, desinterés y la necesidad de tener que acudir a un tercero, real o virtual, para poder seguir juntos.
EL AMOR Y LA MENTIRA
El amor y la mentira siempre se precisan. Se rondan y se desafían. La idea de perseverar en el engaño les ofrecía a estos desilusionados la dichosa perspectiva de un gran amor a futuro. Cada uno, en la red, depuraba la ficción de un nuevo yo, le daba forma a su afán de revancha y, en homenaje al flirteo, recargaba de aspectos penosos una relación hogareña que -según los dos- los obligaba a esta doble vida.
Un desencuentro fascinante. Nunca alguna pareja había conocido tan extrema forma de sinceridad. Cada noche frente al teclado, la historia de ellos se desplomaba a cuatro manos. Y se entregaban ilusionados a un nuevo amor que no era nuevo ni era amor.
La realidad, como otras veces, ahogó los sueños, puso las cosas en su lugar y los dejó más tristes que nunca. Como no pudieron procesar (ni perdonar) tantas crudas confesiones, el divorcio llegó por mutuo acuerdo y mutuo engaño. No hubo reproches. Los dos eran víctimas y verdugos. Estaban desolados: se habían elegido dos veces y habían fracasado las dos veces.
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