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Por ALEJANDRO CASTAÑEDA
En esto días se conocieron un par de estudios que en alguna medida se contraponen: uno prueba que vivir en pareja alarga la vida. La investigación, publicada por el Instituto Nacional de Estadísticas y Estudios Económicos de Francia (Insee), lanza un mal pronóstico para los solterones: los solos de entre 40 y 50 años tienen la triple probabilidad de morir que los acompañados.
Pero, paralelamente se conoció otra investigación que plantea algunas diferencias: “Las parejas se pelean 167 veces al año en la intimidad de su habitación. Y la mayoría, por cosas nimias que tienen que ver con malos hábitos”. El experto británico en sueño Neil Stanley lo tiene hasta cuantificado, y asegura que las parejas que comparten cama tienen un 50 por ciento más de posibilidades de padecer interrupciones que aquellas que deciden “divorciarse” temporalmente de noche”. Amarse pero con un poco de distancia, como lo saben los boleros.
Stanley no teoriza sobre el amor ni el vínculo. Hace campaña favor de las camas separadas para fortalecer una relación que cada noche está demasiado expuesta a los sinsabores de las manías y las malas costumbres. Menciona a los inquietos, los meones, los que leen hasta cualquier hora, los que roncan o siguen con la TV. Y advierte que este padecer a la larga terminará desgastando la convivencia.
Los solteros de alguna medida se sintieron recompensados por esta apreciación que les reconoce mejor dormir y menos pelea, aunque claro, también los priva de los dulces intervalos del sexo en esos cuartos donde las ilusiones, como la luz del velador, se prenden y apagan cada noche.
Pero lo de dormir juntos viene de lejos. Y allí entra en escena la almohada, que fue usada antes que nadie por la clase alta, dice la Wikipedia. “Siendo alta, la clase podía elegir enaltecerse o abatirse”.
En ese territorio compartido y discutido, la almohada sigue siendo el último eslabón de la privacidad. Es a ese objeto tan nuestro y tan abrazado a quien le entregamos la última caricia antes del descanso reparador o el reposo final. Ella acoge y guarda nuestros mejores sueños. Y nos invita cada noche a dejar por un rato el mundo real para sumergirnos en un territorio virtual lleno de fantasías, donde el durmiente ajusta cuentas con su misterioso manojo de evocaciones, carencias y deseos.
La almohada –dice otro estudio- tiene su raíz en jadd (lado o mejilla) y alude efectivamente a dejar de lado al mundo y abrazarse a su nulidad. “Una almohada idónea –agrega Vicente Verdú- es en efecto aquella que coopera al vaciado de la mente y la desaparición de lo peor”.
En la almohada se derraman las lágrimas de amor o de desdicha, la consultamos y nos da sosiego o temores y es la frontera blanda y clara de un inconsciente que buscaría lavarse y perdonarse antes de internarse en los laberintos del sueño.
La cama está muy estudiada porque el hombre borra allí los trazos de una realidad demasiado elocuente. Con ella avizoramos un mundo de fantasías que nos libera y nos esclaviza. Es en ese lugar, de abandono y descanso, donde cada uno, aun entre abrazos queridos, siente que tiene alas para volar donde sea.
La cama matrimonial está llena de caricias y reproches, es la que más nos escuchó y la que mejor nos conoce. Llego al mundo cuando el espacio hogareño empezó a escasear y convenía compartir lecho. Y sigue siendo el lugar donde los hijos chiquitos se refugian y donde el amor juega su reelección cada noche. ¿Juntas o separadas? Hay que saber elegir, como dicen los políticos.
Está claro, dice el laboratorio, que lo mejor es vivir en pareja, pero en camas separadas, un atajo que los románticos por ahora rechazan. El que el lecho amoroso es como el trono nupcial de una sociedad conyugal que allí, entre oscuridades, silencios y caricias, suma, multiplica y a veces divide. En el fondo, la soledad existencial del hombre decidió llevarse a la cama un compañero/a de sueños para darle una cuota de esperanza a sus despertares.
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