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Opinión |MIRADA ECONOMICA

Necesitamos más especuladores

12 de Octubre de 2014 | 00:00
Necesitamos más especuladores

Por MARTIN TETAZ (*)

Twitter @martintetaz

Cuenta la leyenda que la manzanita mordida es un homenaje a Alan Turing, el padre de la inteligencia artificial e inventor de la computadora, quien se habría suicidado siguiendo los pasos del mismísimo Adán, sólo que el genio de los números inyectó primero la fruta con cianuro, para poner fin a la insoportable presión social que sufría por tener preferencias sexuales distintas a la norma.

Steve Jobs y su homónimo Wozniak se conocieron en 1971, aunque fue recién cinco años más tarde que fabricaron su primera computadora, que nunca logró traspasar la producción inicial de 200 unidades por ser cara y bastante deficiente. La experiencia les sirvió sin embargo para pulir detalles y volver al ruedo con un diseño innovador que a la postre se impuso en el mundo entero. Pero había un problema: los pocos dólares obtenidos por la venta de una vieja combi Volkswagen no alcanzaban y los jóvenes se lanzaron a la caza de un inversor.

EL PRIMER CHEQUE

No eran tiempos fáciles. El diario del lunes no había sido aún escrito, pero Mike Makkula confió en los muchachos y les extendió un cheque por 250.000 dólares a cambio de una tercera parte de la nueva compañía; Apple Corporation.

Es evidente que el empresario tenía más dudas que certezas, pero ponderó en su conciencia los probables escenarios y decidió que valía la pena jugársela.

Aunque el imaginario popular le tiene al especulador asignado un sillón en el salón de los inescrupulosos que juegan a la ruleta con la producción ajena, todos en mayor o medida somos especuladores

Decía Keynes en la famosa Teoría General que “…las decisiones humanas que afectan el futuro, ya sean personales, políticas o económicas, no pueden depender de la expectativa estricta, desde el momento que las bases para realizar semejante cálculo no existen; y que es nuestra inclinación natural a la actividad la que hace girar las ruedas, escogiendo nuestro ser racional entre las diversas alternativas lo mejor que puede, calculando cuando hay oportunidad, pero con frecuencia hallando el motivo en el capricho, el sentimiento o el azar”.

Especula el productor agropecuario que decide sembrar, porque lejos de tener certezas debe ponderar la probabilidad de ocurrencia de distintos escenarios (el precio de la soja, los factores climáticos, las intervenciones del Gobierno, etc.), del mismo modo que especula también el estudiante que se inscribe en una carrera universitaria sin tener ninguna garantía de cómo será el mercado laboral en la profesión que ha elegido. Y ni hablar de cómo especula el que se casa, el que tiene un hijo, o el que abre un comercio.

Pero claro, en todos esos casos la especulación no es el fin en sí mismo, sino una consecuencia ineluctable de la imprevisibilidad del futuro, con la que debe lidiar cualquiera de decida que vale la pena vivir un día más.

Hay gente, sin embargo, que prefiere especializarse en administrar los riesgos ajenos y hace de la especulación su medio de vida, aunque paradójicamente esos terminen calculando más que especulando.

El emprendedor que persigue un sueño, el productor que elige la soja, o el trabajador que opta por un empleo en relación de dependencia, puede transferirle el riesgo a un tercero y librarse de la necesidad de andar computando las chances de ocurrencia de distintos eventos probables.

Por ejemplo, el campesino que no sabe a cuánto cotizarán las oleaginosas el año que viene, puede firmar un contrato con una persona que se compromete a pagarle un precio determinado cuando efectivamente coseche sus hectáreas. Se separa de esa manera el acto de producir de la especulación intrínseca del negocio y otro asume todas las vicisitudes del precio.

Pero el especulador al fin de cuentas no termina especulando tanto porque así como vende una especie de seguro sobre el precio de la soja a un productor, también le vende otro contrato similar a un empresario minero para asumir los riesgos en el precio del cobre o el oro, le fija el precio de la uva a un viñedo y diversifica aún más invirtiendo en una empresa de tecnología de reciente creación. Juega al negro y al colorado al mismo tiempo, y por las dudas le pone una ficha también al cero.

NEGRO Y COLORADO

El verdadero especulador no arriesga todo al colorado, porque sabe que por fuerza de las leyes estadísticas, a la larga o a la corta saldrá un negro que le hará perder toda su fortuna. Su negocio pasa por tener todos los números de la ruleta, por cubrir todos los escenarios probables del destino, cobrándoles a los que trabajan para que salga el negro cuando aparece el colorado y haciendo lo propio con los inversores que arriesgan su capital trabajando en pos del resultado contrario.

Los mercados de capitales funcionan de hecho como verdaderos sistemas de administración de riesgos permitiendo que la difícil tarea de invertir, trabajar y emprender sea menos aleatoria y sus frutos representen más la consecuencia del esfuerzo y la creatividad, que los caprichos del azar.

Es verdad que no podría existir un mundo donde todos se dedicaran a administrar riesgos ajenos, a especular, del mismo modo que no sería viable un planeta donde todos fueran carpinteros.

Pero no existe ninguna imposibilidad de que una región o un país entero se especialicen en la carpintería o en la especulación, en la medida que pueda vender los muebles o los servicios de administración de riesgo a otras regiones.

La especulación tiene mala fama, pero es en realidad la llave del desarrollo.


(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la UNNoBA, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) e investigador visitante del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS)

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